Cuento: "Guerreros Jaguar" por: Isaac Contreras
- isaac contreras
- hace 6 días
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¿Sentiste alguna vez esa punzada fría en el aire, esa sensación de que algo terrible se avecina?
Así era Tenochtitlan en los días previos a la llegada de los españoles. Los presagios nos helaban la sangre: la mujer que lloraba en la noche, esos fuegos extraños danzando en el cielo.
Para nosotros, los Guerreros Jaguar, esa inquietud era aún más palpable, un peso opresivo en el pecho que ni el entrenamiento más duro podía aliviar del todo. Ver esas "montañas flotantes" acercándose por el mar, trayendo consigo a esos hombres pálidos, los teules, era como si el mismísimo orden del mundo se hubiera roto.
Recuerdas, ¿Cómo Moctezuma los recibió, hablando de dioses que regresaban? Ahora parece una súplica desesperada por entender lo incomprensible. Pero la calma duró poco, ¿verdad? Su codicia y sus exigencias extrañas pronto revelaron su verdadera naturaleza. Al principio, algunos de nuestro pueblo los vieron como dioses que volvían, aunque esa idea, te diré, se desvaneció rápido, como un mal sueño.
Pero esa breve confusión les dio tiempo para afianzarse. La masacre en la fiesta de Tóxcatl fue como un latigazo, el instante en que vimos la crueldad detrás de sus sonrisas. El Templo Mayor, nuestro lugar más sagrado, bañado en la sangre de nuestros hermanos desarmados, se convirtió en el símbolo de su traición. Ese día, la confusión se transformó en rabia, y el miedo en una lucha desesperada por nuestra existencia.
¿Oíste alguna vez el rugido de un cañón? No se parece a nada que hayamos conocido, un trueno monstruoso que partía el aire y a nuestros guerreros, como si una fuerza invisible los golpeara.
Sus armas de tepoztli, de metal brillante, escupían fuego y piedra, destrozando nuestras filas como si fueran cañas secas. Y sus caballos, ¿los viste? Cubiertos de armadura, eran como demonios de hierro y carne, aplastando a nuestros valientes.
Nosotros estábamos preparados para luchar contra hombres, no contra esas bestias veloces y poderosas. Nuestras tácticas, pensadas para capturar enemigos para el sacrificio, eran inútiles contra estos invasores que solo buscaban la muerte. El brillo frío de sus espadas de acero era una amenaza constante, más afiladas y resistentes que nuestras hojas de obsidiana contra sus corazas de metal. Luchábamos con valor, sí, pero su tecnología era una pesadilla palpable. Y la llegada de sus barcos, esas "torres o pequeños montes moviéndose flotando sobre las olas del mar", fue un presagio funesto, anunciando un mundo que no podíamos comprender y que se cernía sobre nosotros. Esas bergantinas, repletas de más cañones, les permitían atacarnos desde el agua, rodeando nuestra ciudad como una serpiente a su presa. ¿Te imaginas? Controlar el lago de Texcoco con esas naves les dio una ventaja terrible, cortando nuestros suministros y atacándonos desde todos los ángulos, asediando Tenochtitlan hasta la asfixia.
Yo vestía la piel del jaguar, ¿sabes? Un símbolo de nuestra fuerza, de nuestra furia. Debajo, el ichcahuipilli, grueso y acolchado de algodón, me daba algo de protección contra sus flechas e incluso sus espadas. Mi casco, una cabeza de jaguar tallada en madera, rugía silenciosamente con mi rabia contenida.
Mi macuahuitl, con sus afiladas hojas de obsidiana incrustadas, era como una extensión de mi propio brazo, lista para asestar golpes rápidos y letales. Me movía entre el caos, un borrón de manchas oscuras y obsidiana brillante, buscando proteger a mis hermanos. El entrenamiento en el telpochcalli y luego como Guerrero Jaguar fue implacable. Aprendimos a luchar con agilidad y precisión, a capturar enemigos para la gloria de Huitzilopochtli. Pero estos españoles... ellos luchaban con una sed de sangre diferente, con la intención de aniquilarnos.
Los canales, que antes eran las venas de nuestra gloriosa ciudad, ahora estaban repletos de cuerpos, el agua teñida de rojo oscuro. Saltaba de canoa en canoa, esquivando los tajos de las espadas españolas y las mortales descargas de sus arcabuces. La propia geografía de Tenochtitlan, con sus canales y calzadas, se convirtió en nuestro campo de batalla. Aunque al principio usamos esos elementos a nuestro favor, los españoles también aprendieron rápido, utilizando sus bergantines para dominar las vías fluviales.
El aire, amigo, estaba denso con el hedor acre de la pólvora, un olor extraño y terrible que quemaba la garganta. Se mezclaba con el aroma metálico de la sangre, un hedor que se pegaba a todo, a la piel, a la ropa, al alma. Los sonidos... una cacofonía de horror. El choque del acero contra nuestra obsidiana, el estallido seco de sus armas de fuego, el trueno ensordecedor de sus cañones que hacía temblar la tierra bajo nuestros pies. Y por encima de todo, los gritos de los heridos, los lamentos de los moribundos, los gritos desesperados de los guerreros y los aullidos aterrorizados de los habitantes de la ciudad... una sinfonía de carnicería que aún hoy resuena en mis pesadillas.
Incluso los sonidos de nuestra propia guerra, las trompetas de concha y los tambores, eran ahogados por el estruendo de los invasores. ¿Puedes imaginar el impacto en nuestros guerreros y en la gente común, esos sonidos y olores tan extraños, tan violentos? El humo de los edificios en llamas oscurecía el cielo, ese horizonte que antes era tan familiar, tan nuestro.
El olor a madera quemada, a carne chamuscada, se sumaba a esta horrible experiencia sensorial. El incendio de Tenochtitlan no fue solo una destrucción física, ¿sabes? Fue también un golpe al corazón de nuestro mundo, a nuestra forma de vida. El humo y las llamas se convirtieron en la imagen, en el olor de nuestra derrota.
Pero a pesar de ese terror, de esa embestida implacable, nuestros guerreros luchaban con una valentía que nunca he vuelto a ver. Vi a los Guerreros Águila, sus trajes de plumas desgarrados, manteniendo sus posiciones, con el macuahuitl todavía reluciente. Sabían que no tenían muchas posibilidades, que nuestra armadura de algodón no podía detener el acero español, pero luchaban por su ciudad, por sus familias, por el honor de nuestros ancestros. Se adaptaban, aprendiendo a evitar los espacios abiertos donde la caballería española era más letal. Fui testigo de actos de sacrificio increíbles: guerreros arrojándose contra las bestias de hierro para proteger a sus compañeros, otros usando sus propios cuerpos como escudos para los caídos. Incluso cuando la derrota era inminente, el espíritu del guerrero azteca permanecía intacto. ¿Entiendes? A pesar de su superioridad tecnológica, mostramos una resistencia y un coraje admirables, intentando encontrar nuevas formas de luchar contra ellos. Y recuerdo a Cuauhtémoc, nuestro último tlatoani, reuniendo a los pocos que quedábamos, su determinación feroz ante la aniquilación... eso alimentaba nuestra desesperada resistencia. Él se negó a rendirse, eligiendo luchar hasta el último aliento. Su liderazgo en esos días finales fue crucial para mantener viva la esperanza, inspirando a sus guerreros a seguir luchando contra toda lógica.
En un momento, vi a un grupo de mis hermanos, jóvenes guerreros que apenas habían probado la batalla, acorralados por un grupo de españoles con armaduras relucientes. Sus hojas de obsidiana rebotaban inútilmente contra el acero, y el miedo brillaba en sus ojos. Sin pensarlo, me lancé hacia adelante, mi rugido de jaguar resonando por encima del estruendo de la batalla. Mi macuahuitl encontró un hueco en la armadura de uno de ellos, y la sangre brotó como una flor oscura. Pero otro, con una larga espada de acero, se giró hacia mí. Bloqué su golpe con mi escudo, pero la fuerza me sacudió el brazo hasta el hombro. Era implacable, su espada un rayo de plata. Otro golpe me alcanzó desprevenido, cortando la piel de jaguar y el ichcahuipilli debajo. Un dolor agudo me atravesó la pierna . Incluso nosotros, los Guerreros Jaguar de élite, con nuestra armadura especial, éramos vulnerables a sus armas superiores. Sus espadas podían penetrar nuestras defensas, mostrándonos la fragilidad de nuestra protección. Tropecé, sí, pero logré empujar a mis hermanos hacia atrás, dándoles un respiro para que pudieran retirarse. El español levantó su espada para asestar otro golpe, pero mis compañeros, al ver mi sacrificio, se reagruparon y contraatacaron con una furia renovada, dándome esos preciosos segundos para arrastrarme lejos del peligro. ¿Ves? Ese acto de salvar a mis camaradas, y su reacción inmediata, muestra el fuerte lazo que nos unía, la lealtad inquebrantable entre los guerreros aztecas. Estábamos dispuestos a dar la vida los unos por los otros.
Y allí yacía, herido en medio de la carnicería, viendo cómo nuestra ciudad, la magnífica Tenochtitlan, ardía. El Templo Mayor, que una vez fue el corazón de nuestro poder y nuestra fe, ahora era un infierno de llamas. Los gritos de mi pueblo llenaban el aire, un lamento por un imperio que se desmoronaba.
Los teules y sus aliados indígenas, impulsados por sus propios rencores contra nosotros, eran implacables en su destrucción, masacrando sin distinción. La desesperación me invadió al presenciar el final de nuestro mundo. El corazón de obsidiana de Tenochtitlan, que una vez latió con tanta fuerza, ahora estaba destrozado. El reinado del Águila y el Jaguar había llegado a un final sangriento y aterrador. Y los recuerdos de nuestra valentía, de nuestros sacrificios, serían tragados por las cenizas de la derrota. La caída de Tenochtitlan, amigo, no fue solo una batalla perdida. Fue el principio del fin de todo lo que conocíamos.
Cuento: “Guerreros Jaguar”
Escrito por: Isaac Contreras
Laberinko ®

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