Cuento: "Si, soy el periodista" por Isaac Contreras
- isaac contreras
- 2 mar
- 6 Min. de lectura

La sonrisa perfecta se dibujaba en sus labios. Los dientes de la señora Tellez eran pequeños, prolijos, de un blanco casi irreal. Era lo primero que se notaba, lo que hipnotizaba. Sus labios, de un rojo opaco y antiguo, se curvan con una precisión que parece desafiar las leyes de la naturaleza, estirados con una calma que simulaba ternura. La boca inmóvil, sostenida demasiado tiempo en esa expresión sonriente. Cada pliegue de su piel, cada arruga que se acumula en las comisuras de su boca, parece haber sido tallada por un escultor obsesivo, alguien que entendió que la belleza no reside en la simetría, sino en la ilusión de ella. algo que no debería tener sonrisa alguna. Sus ojos, de un verde deslavado, me observan con una calma que raya en lo inhumano. Las pupilas, demasiado pequeñas, parecen agujeros negros que absorben la luz y la convierten en algo más, algo que no puedo nombrar. Su nariz, afilada y ligeramente torcida, se eleva sobre su rostro como una advertencia, como si estuviera diseñada para olfatear el miedo. Su cuello, largo y delgado, está cubierto por una piel que parece haberse estirado demasiado, como si alguien hubiera intentado arrancarla y luego la hubiera vuelto a colocar en su lugar. Las venas, gruesas y azules, palpitan bajo la superficie, y por un momento, juro ver algo moviéndose dentro de ellas. Sus hombros, estrechos y caídos, sostienen un cuerpo que parece haberse derretido y luego solidificado de nuevo. Sus brazos cuelgan a los lados de su cuerpo como ramas marchitas, largos y desproporcionados, como si hubieran sido estirados por alguna fuerza invisible y luego abandonados a su suerte. La piel que los cubre es de un verde, un tono enfermizo que parece brillar bajo la luz tenue, impregnados de una sustancia viscosa y antinatural. No es el verde de la naturaleza, ni siquiera el de la descomposición. Es un verde que no pertenece a este mundo, un verde que parece respirar, latir, vivir. Las manos, con dedos que se alargan hasta lo grotesco, terminan en uñas amarillentas y curvadas, llenas de sangre reseca, como garras que han sido limadas para parecer humanas. El vestido que lleva, antiguo y lleno de encajes, intenta en vano ocultar la monstruosidad que yace debajo, la tela se estira y se deforma en ciertos lugares, como si luchara por contener algo que no debería existir. Su espalda, arqueada y jorobada, se eleva sobre su cuerpo como una montaña de carne enferma. La joroba no es sólida, se mueve, palpita, como si algo viviera dentro de ella, algo que respira y se retuerce bajo la piel tensa y brillante, como si su espalda estuviera embarazada de una criatura que nunca termina de nacer, una criatura que se alimenta de su cuerpo, de su ser. Su pecho, por su parte, es una masa informe de protuberancias y hundimientos. Los huesos, visibles bajo la piel estirada, parecen haberse desplazado de su lugar original, como si alguien hubiera intentado armar un rompecabezas con las piezas equivocadas. Las costillas sobresalen de manera irregular, creando una especie de jaula torcida que encierra algo que no debería estar allí. Algo que se mueve. Y luego están los bultos. Pequeños, redondos, como tumores que han crecido bajo su piel y han decidido quedarse. Se distribuyen por todo su torso, algunos del tamaño de una moneda, otros tan grandes como un puño. No son estáticos. No. Se desplazan lentamente, como si fueran criaturas independientes que exploran su cuerpo, buscando un lugar donde anidar. Por momentos, uno de ellos se detiene, y la piel se estira tanto que parece a punto de romperse, revelando un destello de algo brillante y viscoso en su interior.Pero lo más perturbador es el sonido de sus piernas, invisibles bajo las capas de su falda, Arrastran un sonido bajo y constante, como el crujido de huesos viejos o el roce de algo viscoso contra algo sólido. La figura sostenía con tal dignidad, el cuerpo entero se revelaba poco a poco, esperaba en el marco de la puerta, su rostro resplandeciente bajo la luz mortecina, Los pliegues en su vestido de seda negra no eran simples arrugas, sino líneas profundas que parecían esconder algo mucho más grotesco debajo. La Señora Tellez me hace una señal con la mano, y sin decir palabra alguna, me indicó que la siguiera hacia el interior. La mansión Tellez se alza ante mí como una criatura dormida, pero no del todo. Su fachada, oscura y decadente, parece respirar con una lentitud agonizante, como si cada ladrillo, cada grieta, cada rincón estuviera impregnado de una vida antigua y maldita. La estructura, que en otro tiempo pudo haber sido imponente y majestuosa, ahora es una sombra de lo que fue, un cascarón que se desmorona bajo el peso de los años y de algo más, algo que no puedo explicar. Los muros, construidos con piedras negras y musgosas, están cubiertos de una capa gruesa de hiedra que trepa como una serpiente, estrangulando lentamente la vida que queda en la casa. El techo, inclinado y cubierto de tejas rotas, parece a punto de colapsar en cualquier momento. Las chimeneas, altas y delgadas, se alzan como dedos huesudos que apuntan hacia el cielo, como si estuvieran maldiciendo a las estrellas que brillan sobre ellas. Las ventanas, rotas y polvorientas, parecen ojos ciegos que me observan desde la oscuridad. Los cristales, agrietados y empañados, reflejan la luz de la luna de manera distorsionada, creando patrones que se asemejan a rostros grotescos que se ríen en silencio. La puerta principal, de madera pesada y tallada con intrincados diseños que alguna vez debieron ser hermosos, ahora está deformada por la humedad y el tiempo. Los grabajes, que podrían representar flores o criaturas mitológicas, se han convertido en formas retorcidas y amenazantes, como si hubieran mutado junto con la casa. La manija, un herraje oxidado y cubierto de una sustancia oscura, brilla débilmente bajo la luz de la luna, como si me invitara a entrar.
Estoy parado en la acera frente a la mansión Tellez, y cada fibra de mi ser me grita que huya, que corra lo más lejos que pueda y nunca vuelva la vista atrás. Pero no puedo moverme. Mis pies, pesados como si estuvieran hechos de plomo, están clavados en el suelo, como si las sombras que se arrastran desde la casa los hubieran atrapado. El aire frío de la noche me envuelve, pero no es el frío lo que me hace temblar. Es algo más, algo que parece emanar de la propia mansión. Mis manos, temblorosas, sostienen mi cuaderno de notas, pero las páginas están en blanco. No he escrito nada desde que llegué aquí. No puedo. Las palabras se me escapan, como si la casa las absorbiera antes de que puedan llegar al papel. El bolígrafo que sostengo está frío, demasiado frío, y la tinta parece haberse secado, como si la mansión hubiera succionado la vida de todo lo que tengo en las manos. Mi respiración se acelera, y el vapor que exhala se eleva en el aire, mezclándose con la niebla que rodea la propiedad. La luz de la luna, pálida y mortecina, ilumina la fachada de la mansión, pero no parece llegar hasta mí. Estoy sumido en una sombra que no tiene origen, una sombra que parece extenderse desde la casa, como si intentara alcanzarme. Mis ojos, secos y ardientes, no pueden apartarse de la figura que está parada bajo el marco de la puerta. La señora Tellez me observa con su sonrisa perfecta, y aunque está a varios metros de distancia, siento que está justo frente a mí, que su aliento frío y húmedo me roza la piel. Sus ojos, de un verde deslavado, brillan con una luz propia, y por un momento, siento que me están jalando hacia ella. Mis piernas tiemblan, y siento un sudor frío recorrer mi espalda. El sonido de mi propio corazón late en mis oídos, un ritmo acelerado y caótico que parece resonar en el silencio de la noche. Quiero gritar, quiero correr, quiero hacer algo, pero no puedo. Estoy paralizado, atrapado. Y entonces, lo escucho. Un susurro, bajo y gutural, que parece venir de todas partes y de ninguna. No puedo distinguir las palabras, pero sé que están dirigidas a mí. Siento que algo se mueve en la oscuridad, algo que no tiene forma, algo que no quiero ver. Cierro los ojos con fuerza, siento el sudor caer sobre mi frente, mi boca tensada apretando los dientes, respiro agitado, e intento sonreir, poco a poco, dibujo en mi rostro una sonrisa.
Sin mover la boca, preguntó la mujer.
Cuento: “Si, Soy el periodista”
Escrito por: Isaac Contreras
Laberinko ®
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